Comentario
Tanto los historiadores de lo social, como los historiadores de las instituciones, han puesto de relieve la situación política de las ciudades de la Corona de Castilla al comienzo del reinado de los Reyes Católicos. Lejos ya de la democracia interna en la organización vecinal, y de la autonomía política respecto del poder real, que se supone en los orígenes y primer desarrollo del municipio castellano, las ciudades y villas se nos presentan sujetas a una doble tensión: por un lado, la tensión interna que se generó en su propio gobierno al existir una oligarquía cuya composición social es plural; en la actualidad, la monolítica presentación de una oligarquía perteneciente en exclusiva a la pequeña nobleza local es insostenible. Junto a esta nobleza, agrupada en linajes de sangre que en la mayor parte de los núcleos urbanos se distribuyeron en bandos rivales, otros grupos sociales de procedencia plebeya, dándole a esta palabra el simple valor que remite a su condición de no titulados, lograron penetrar en los órganos de decisión municipal por los más variados medios: desde la concertación de matrimonios convenientes hasta la obtención de una recompensa por servicios prestados a la monarquía, y en el futuro inmediato bien observable en los siglos XVI y XVII, por compra.
Desde mediados del siglo XV ya es perfectamente visible una conformación de los gobiernos municipales sujeta a esta realidad; la oligarquía titulada, fragmentada en bandos, compartió parcelas de poder efectivo con otros grupos sociales en los que destaca la presencia de conversos, de personajes vinculados a actividades productivas relacionadas con el comercio, la artesanía o la administración. Estos plebeyos, que aspiraban a fundar linaje mediante la obtención de una titulación nobiliar, usaron de los ayuntamientos como de un trampolín que facilitase su ascenso social y político. Sólo la riqueza patrimonial y el deseo de engrandecerla no bastan para explicar la formación de las clases dirigentes urbanas; otros factores, como el alcance de relieve social y la capacidad de maniobra que hacían posibles el nombramiento y control de los cargos menores y de la gestión económica directa, influyeron en una carrera que originó múltiples violencias.
Por otro lado, existió una tensión externa al poder municipal que se originó desde el momento mismo en que la monarquía también deseó atribuirse funciones de dirección y control sobre las ciudades. Desde antiguo la historiografía especializada ha insistido en presentar a la monarquía de Alfonso XI como la que realizó la intervención más lesiva contra una pretendida autonomía local; las asambleas, prematuramente oligarquizadas, se convertían en regimientos cuyos representantes eran elegidos directamente por el rey. Los regidores, "caballeros veinticuatros", conocidos por este nombre por la composición numérica de los municipios, nacieron en medios sociales cuya conformación oligárquica era conocida; la monarquía sólo reconoció la realidad política preexistente. La tensión comenzó a producirse cuando el poder monárquico comenzó a arrogarse funciones superiores, y de otro signo, a las iniciales de designar; pronto se unieron las de inspeccionar, juzgar y dirigir. Es decir, gobernar.
Los deseos intervencionistas de la Corona produjeron gran número de conflictos; durante el reinado de Enrique IV las tensiones se concretaron en un rechazo social al envío fiscalizador de corregidores poco aptos y, las más de las veces, corruptos. La oposición al intervencionismo regio hizo que ciudades como Burgos, Murcia y Sevilla cuestionasen la autoridad delegada del rey alegando abusos en el cumplimiento de sus funciones. En esta oposición quedaban dañadas casi todas las instituciones; la monarquía por su intervencionismo acordado con las oligarquías preexistentes, sus representantes acusados de inutilidad y de corrupción; la propia oligarquía dividida por sus tensiones internas, que solicitó y obtuvo de la realeza medidas discriminatorias para apartar los estorbos conversos y los linajes no probados, y por la presión que sobre algunos municipios ejercieron los miembros más notables de la aristocracia. Algunas oligarquías, como las de Toledo, Ciudad Real y Ávila, consiguieron vetar en el reinado de Enrique IV algunas designaciones reales, y se preocuparon de restringir el acceso a los cargos de aquellos que no podían probar la limpieza de su linaje.
Cuando los Reyes Católicos accedieron al trono se encontraron con ciudades cerradas en apariencia; la institucionalización duradera de los corregimientos que pusieron en marcha sobre la vieja idea antecedente, la revisión y aprobación de ordenanzas municipales, el consentimiento otorgado a la pequeña nobleza, la patrimonialización de los cargos y la permisividad en la autorización de la integración de representantes populares, son actuaciones concretas que revelan un dinamismo urbano poco conforme con la simple explicación de un sometimiento incondicional de los municipios castellanos al poder real.
Los corregidores actuaron como representantes del poder real allí donde pudieron hacerlo, es decir, en unas ciudades dependientes de la jurisdicción real, que se hallaban con la vecindad diferenciada de unas demarcaciones señoriales en las que sus titulares habían suplantado desde hacía mucho tiempo al poder real. Hacia 1494 el número de corregimientos existente en Castilla componía una red de 54 demarcaciones, cuya tutela principal correspondía al Consejo Real. Las funciones confiadas a los corregidores abarcaron un amplio campo de actividades judiciales en lo civil y en lo criminal, administrativas en relación con la realización de obras públicas, vigilancia de la sanidad, funcionamiento de los mercados, etc.; políticas y militares. Su carácter no electivo impidió el traslado de esta institución a la Corona de Aragón, donde el gobierno municipal se había instaurado sobre bases electivas y contractuales, protegidas por el régimen foral, que garantizaban gobiernos colegiados en los que el intervencionismo real era muy difícil.
En el realengo castellano la situación de los municipios fue bien distinta; la decadencia y degradación de los procedimientos electivos ponía de manifiesto que los intereses personales primaban sobre los colectivos, y ello sería bien visible en los nombramientos anuales de los pequeños cargos durante los siglos XVI y XVII, y en la escasa asistencia de los regidores a los consistorios, que puede correlacionarse con los asuntos fijados de antemano en un orden del día elaborado por el corregidor. Mucho se ha insistido sobre la procedencia social, la formación académica de los corregidores y los resultados de los juicios de residencia. El avance de los titulados en universidades parece innegable; en Soria, Trujillo, Ávila y en el Señorío de Vizcaya, durante los últimos veinte años del siglo XV, todos los corregidores nombrados ostentaron el título de bachiller o de licenciado. En Galicia los cargos recayeron en personajes de la nobleza como el conde de Alba de Liste, o el conde de Ribadeo, y en corregidores que habían servido cargos anteriores relacionados con la administración militar. Ocurrió también en Sevilla, donde fue corregidor durante cerca de veinte años don Juan de Silva, conde de Cifuentes; o en Granada, donde la acumulación de funciones conseguida por el conde de Tendilla, virrey, capitán general, le convirtió en la práctica en la única autoridad municipal hasta 1516.
Estos cargos eran remunerados por las vecindades donde ejercían sus funciones, reservándose los distintos ayuntamientos una parte del salario como depósito y garantía para hacer frente a los resultados de las residencias cuando éstas no se celebrasen, o las pesquisas denunciasen la existencia de corrupciones punibles. Los salarios variaron mucho en función de las disponibilidades de las comunidades gobernadas; en la ciudad de Sevilla, en 1482, el representante real percibía cerca de medio millón de maravedís anuales, en Cáceres apenas si sobrepasaba los cien mil, en Toledo, Burgos y Córdoba los corregidores percibían un salario anual próximo a los doscientos mil maravedís.
La presencia de los representantes reales en las organizaciones municipales castellanas se afirmó durante el reinado de los Reyes Católicos, aunque su desarrollo más importante se logró durante el siglo XVI, en el que el número de corregimientos castellanos se elevó a 68 y se multiplicaron en los territorios del Nuevo Mundo.